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Un sinfín de permisos

Felipe Schwember Faro UDD

Por: Felipe Schwember | Publicado: Jueves 4 de abril de 2024 a las 04:00 hrs.
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Felipe Schwember

Seguramente no resulta una temeridad conjeturar que la así llamada «permisología», con todo lo que supone, es un fiel reflejo de la mentalidad recelosa, cuando no hostil al mercado, que lenta, pero inexorablemente, fue germinando en Chile en las últimas dos décadas.

Sus efectos avalan esa conjetura: la permisología retarda, obstaculiza, impide el desarrollo de proyectos de toda índole en el territorio nacional; desalienta, desmoraliza, disuade a los empresarios de invertir y, probablemente, incluso de buscar oportunidades de inversión.

“Es preciso exponer y desechar la idea de que las dinámicas productivas del mercado son de suyo perjudiciales para la población. Sin esa premisa resulta difícil comprender que hayamos llegado tan lejos en la construcción de una burocracia imposibilitante”.

Quizás las muchas desventajas que comporta la permisología no estaban en la mente de quienes promovieron las numerosas leyes y/o medidas que, a modo de sedimentos, la fueron conformando. Más bien deben haber pensado en la necesidad de atajar lo que le parecieron efectos indeseados de la actividad económica. No obstante, a estas alturas es claro que su razonamiento fue equivocado y que las medidas adoptadas —el sinfín de permisos— es contraproducente de cara al bienestar general de la población.

Con todo, esa constatación no basta. Para conjurar los defectos de la permisología es necesario exponer y desechar la premisa en que con toda probabilidad descansa: la idea de que las dinámicas productivas del mercado son de suyo perjudiciales para el grueso de la población. Sin esa premisa resulta difícil comprender que hayamos llegado tan lejos en la construcción de la burocracia imposibilitante que llamamos “permisología”.

Después de todo, es diferente regular con vistas a hacer posible una actividad, a regularla con vistas a dificultarla o hacerla improbable. La regulación del matrimonio, por ejemplo, es habilitante, no imposibilitante. Esto último sería el caso si el legislador exigiera muchas y muy exigentes condiciones encaminadas a comprobar que los contrayentes no se van a hacer daño: declaraciones de los familiares, amigos y conocidos, certificados psicológicos, entrevistas, pruebas de fertilidad, etcétera. Esto se complicaría aún más si los funcionarios encargados de llevar a cabo estos trámites no tuvieran un plazo fatal para hacerlo y, además, creyeran que la institución del matrimonio es dañina.

Este escenario kafkiano podría ocurrir si el regulador (y los funcionarios) creyeran que la institución misma es dañina (pero no derogable, sin embargo) y/o que los contrayentes por regla general no saben lo que hacen ni lo que les conviene. Por sorprendente que suene, ya hay quienes han tenido que padecer ese escenario kafkiano: para su aprobación Quebrada Blanca 2 requirió la friolera de 2000 permisos, además de la evaluación ambiental. El peaje de «el que baila pasa» es más humillante, pero es más expedito.

La idea de fondo que anima a la permisología debe ser abandonada, pues no puede sino llevar a legislar de un modo contrario a la libertad: si usted piensa que una institución es dañina, las medidas encaminadas a contener sus efectos pueden multiplicarse al infinito. En tal caso, cada medida de control reclama, por sí misma, la medida de control ulterior que la asegure; cada medida adoptada para evitar un riesgo puede y debe ser complementada con otra ulterior que elimine el riesgo que ella misma causa.

La deriva distópica es obvia. Para evitarla, es preciso que la legislación sea habilitante, no imposibilitante. Para que ello a su vez ocurra, necesitamos de autoridades (y funcionarios) que comprendan que el emprendimiento es una libertad fundamental, cuyo ejercicio contribuye además al bien común.

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